ESCENA EN LA QUE LUCIFER SE REBELA CONTRA LAS HUESTES CELESTIALES DEL POEMA “EL PARAÍSO PERDIDO”:
“Esta es la escena que más me agrado del libro por su alto contenido de acción y actos heroicos, por lo que la comparto con todos aquellos que gusten leerla y espero se animen a leer el libro, para compartir sus puntos de vista respecto a este tan afable poema”
«Pero no velaba con este objeto Satán, que así se llama ahora, porque su primitivo nombre no se oye en el cielo. Satán, uno de los primeros, si no el más distinguido de los arcángeles, grande por su poder, su favor y su dignidad, que envidioso del puesto a que el Padre Omnipotente elevaba aquel día a su Hijo, proclamándole por Mesías y ungiéndolo por Rey, no podía reprimir su orgullo indignado de que así se le postergase. Cediendo pues a su malevolencia y a su soberbia, no bien, mediada la noche, llegó la hora en que la oscuridad era mayor y en que por lo mismo brindaba más al sueño y al recogimiento, determinó alejarse con todas sus legiones, dando aquella muestra de menosprecio a la supremacía de Dios, de cuyo culto y obediencia se separaba desde aquel momento; y despertando al que lo seguía en autoridad, llevolo aparte y le dijo así: «¿Tú también compañero mío, estás durmiendo? ¿Es posible que pueda el sueño cerrar tus párpados? ¿No te acuerdas ya de lo que se decretó ayer, el decreto que hace tan poco pronunciaron los labios del señor del Cielo? Tú tienes por costumbre no ocultarme ninguno de tus pensamientos, como acostumbro yo a confiarte también los míos. Y si despiertos tu y yo somos uno mismo, ¿por qué el sueño ha de hacer que nos desunamos? Ves que se nos imponen nuevas leyes; dictadas éstas por un poder soberano, pueden producir en nosotros sus vasallos, nuevos propósitos, nuevos consejos para tratar de eventualidades que acaso sobrevendrán; pero no es conveniente discurrir aquí más sobre este punto. Congrega a los jefes de los millares de huestes que acaudillamos; diles que por superior mandato antes que la oscura noche haya retirado sus sombrías nubes, debo, juntamente con los que tremolan sus banderas bajo mis órdenes, encaminarme con apresurado vuelo a las regiones que poseemos en el norte, y disponer allí lo necesario para recibir dignamente a nuestro Rey, el gran Mesías, y ejecutar lo que tenga a bien mandarnos, porque en breve aparecerá triunfante, en medio de todas las jerarquías celestes, a las cuales impondrá sus leyes.
«Mientras el pérfido arcángel hablaba así, iba inspirando malignas prevenciones en el incauto ánimo de su compañero, que conforme le había prescrito, llamó a la vez, a unos tras otros, a los principales a quienes mandaba; indicoles que se le había ordenado trasladar a otro punto el gran pendón que los distinguía, antes de que la sombría noche abandonase el cielo; y para tomar el tiento a su lealtad, les insinuó el motivo de aquella marcha con ciertas vaguedades y reticencias, propias para agriar y torcer sus ánimos. Obedecieron todos, como lo tenían de costumbre, la señal y superior mandato de su gran adalid, que bien merecía el nombre de grande siendo tanta en el cielo su dignidad; seducíalos su esplendor, como seduce a los astros que lo siguen el de la estrella de la montaña, y la impostura de que se había valido arrastró en pos de sí a la tercera parte de las celestiales huestes.
«Entretanto los ojos del Eterno, cuya mirada penetra los más recónditos designios, descubrieron desde la cima del santo monte, alumbrado de noche por las lámparas de oro que arden en su presencia, pero, sin necesitar de luz, la rebelión que se preparaba; vieron cómo iba cundiendo entre aquellas lúcidas cohortes, y la resistencia que su innumerable muchedumbre se aprestaba a hacer a su voluntad suprema; y sonriendo, dirigió a su único Hijo estas palabras: «¡Hijo mío, en quien veo resplandecer la plenitud de mi gloria, heredero de mi omnipotencia! Pues se va a atentar contra ésta, impórtanos pensar cómo defenderla y con qué armas hemos de sostener el derecho que poseemos a la divinidad y al imperio de todo lo creado. Un enemigo se alza, que pretende erigir un trono igual al nuestro, allá en las vastas regiones del Septentrión; y no contento con esto, medita cómo aventurar al trance de una batalla nuestro poder y nuestro derecho. Preparémonos, pues, y en tan temeroso riesgo armémonos prontamente de cuantas fuerzas podamos disponer, empleándolas en defendernos, no sea que por desprevenidos caigamos de nuestra sublime altura de nuestro santuario de la cima de nuestro monte.
«A lo que con reposado, puro, inefable y sereno aspecto radiante de divinidad, respondió el Hijo: «Omnipotente Padre que con razón haces desprecio de tus enemigos, y que contemplándote seguro, te burlas de sus vanos intentos y de su inútil cuanto tumultuosa audacia, con esto acrecentarán mi gloria; su odio redundará en loor mío, cuando vean que el soberano poder que se me ha otorgado aniquila todo su orgullo, y experimenten la habilidad de mi brazo en subyugar a los que se rebelan; y entonces dirán si debo ser considerado como el último de los cielos.»
«Mientras hablaba así el Hijo, caminaba Satán en apresurado vuelo con sus secuaces; ejército más innumerable que las estrellas de la noche o las matutinas gotas de rocío que, como relucientes perlas engasta el sol en las plantas y las flores. Atraviesan una y otra región, los poderosos reinos de los serafines de las potestades y de los tronos en sus triples grados; comparados tus dominios, Adán, con aquellas regiones, serían lo que tu jardín con respecto a toda la tierra a los mares todos al globo entero, desplegado en toda su longitud. De esta suerte llegan por fin a las extremas partes del norte, y Satán a su mansión regia, fabricada en lo más alto de un monte, que se divisaba a lo lejos como una montaña sobrepuesta a otra, con pirámides y torres hechas de agramilado diamante y de rocas de oro; que era el palacio del célebre Lucifer, según en su lenguaje llaman los hombres a esta clase de construcciones; pues para afectar mayor igualdad con Dios, imitando el nombre de la montaña en que acababa de proclamarse al Mesías rey de los cielos, él llamó a la suya montaña de la Alianza. Y convocando en torno de ella a todos sus secuaces con pretexto de que así se le ordenaba para consultarlos sobre el ostentoso recibimiento que habían de hacer a su Soberano luego que se presentase, y valiéndose del arte con que sabía fingir el acento de la verdad cautivó su atención diciéndoles:
«Tronos, dominaciones, principados, virtudes y potestades, títulos magníficos, si no son vanos desde el momento en que por un decreto se ha concedido a otro tan gran poder, que nos eclipsa a todos al ser consagrado por rey supremo. El es la causa de la atropellada marcha que esta noche hemos traído; él la de que aquí estemos congregados de improviso, con el único objeto de acordar cómo más dignamente hemos de recibir y qué honores nuevos hemos de rendir al que viene a imponernos un tributo de genuflexión, una humillación servil, que hasta ahora no se nos había exigido. Postrarnos ante uno, era demasiado: ¡cuán duro no debe sernos este doble culto ofrecido no sólo al que es superior, sino al que se nos dice ahora que es su imagen! Y, ¿qué acontecería si despertasen nuestros ánimos a mejor acuerdo, y se determinasen a sacudir tal yugo? ¿Humillaréis las frentes, y doblaréis temblando vuestras rodillas? No tal: creo conoceros bien; y asimismo os reconoceréis vosotros como naturales e hijos de este cielo, que antes no ha poseído nadie; y si no todos somos iguales, todos somos libres, igualmente libres, porque la diferencia de clases y dignidades no se opone a la libertad. que, por el contrario se concilia con ellas. ¿Quién, pues, ni razonable ni justamente podrá alzarse con la monarquía sobre los que de derecho son iguales suyos, si no en poder y esplendor al menos en libertad? ¿Quién se atrevería a dictarnos leyes ni mandamientos, cuando por estar exentos de crimen, no necesitamos de ley alguna? Y menos debiera atreverse a hacerlo el que no puede ser nuestro soberano ni exigir que lo adoremos sin vilipendiar la regia dignidad en virtud de la cual estamos destinados a gobernar, y no a ser siervos.»
«Escuchaban todos su audaz discurso sin contradecirlo, cuando levantándose el serafín Abdiel, celosísimo adorador de la divinidad y dócil cual ningún otro a sus mandatos inflamado en santa indignación, atajó así aquel furioso torrente:
«¡Oh blasfemo insolente y falso! No era de esperar que se oyesen semejantes palabras en el cielo y menos proferidas por ti, ingrato, que tan encumbrado te hallas sobre tus iguales. ¿Cómo puede tu sacrílega astucia condenar ese justo decreto promulgado y jurado por el Señor? Ordena que ante su único Hijo, que por derecho propio empuña el cetro regio, doblen todos los que habitan el cielo la rodilla, y honrándolo como es debido, lo confiesen por legítimo Soberano; y, ¿esto dices que es injusto, porque no es reducir con leyes a los libres, y lo es que uno solo impere sobre sus iguales y obtenga un poder que nadie puede heredar después? ¿Pretendes dictar leyes a Dios? ¿Vas a disputar sobre los fueros de la libertad con el mismo que te ha hecho lo que eres, y que al crear conforme a su voluntad las potestades celestes ha imitado las condiciones de su existencia? Harto experimentada tenemos su bondad; harto sabemos con cuánta solicitud procura nuestra dicha y nuestra grandeza, y que lejos de empequeñecernos, quiere, por el contrario, sublimar nuestro venturoso estado uniéndonos más estrechamente bajo una misma cabeza. Y, puesto que, como afirmas, fuera injusto que el que es igual reine como monarca sobre sus iguales, ¿osas tú por grande y glorioso que seas y aunque cifrases en ti solo el esplendor de las angélicas naturalezas, igualarte a ese unigénito Hijo, por quien, como Verbo suyo, el Padre Omnipotente lo creó todo, y te creó a ti mismo, y a todos esos espíritus celestes, coronados de gloria en diferentes grados y glorificados con los nombres de tronos, dominaciones, principados, virtudes y potestades, potestades que constituyen nuestra esencia? No nos humillará su reinado, antes acrecerá nuestro lustre, porque siendo nuestro príncipe, no podrá menos de identificarse con nosotros; sus leyes serán las nuestras, y cuantos honores le tributemos vendrán a recaer en nosotros mismos. Desiste pues, de tu insensato encono; no perviertas a los que te escuchan, y apresúrate a calmar la cólera del Padre y la cólera del Hijo, que no es difícil obtener el perdón cuando se implora a tiempo».
...Con este fervor se expresaba el Ángel, mas era inútil su celo, que se tenía por extemporáneo, por poco digno y propio de espíritus apocados; de lo que lisonjeándose el Apóstata más ensoberbecido que antes, le replicó:
«¿Que fuimos creados dices, y que como producto de segunda mano, el Padre transfirió este cuidado a su Hijo? ¡Idea peregrina y nueva! Bueno fuera saber de quién has aprendido esta doctrina. ¿Cuándo se efectuó esta creación? ¿Recuerdas tú cuándo saliste de la nada, y cómo te dio el ser ese tu Hacedor? Porque nosotros no conocemos tiempo alguno en que no hayamos sido lo que somos, ni nada que nos haya precedido. Engendrados fuimos por nosotros mismos y elevados por nuestra propia virtud vivificadora, cuando llegado el momento fatal, adquirieron las cosas su complemento, y nosotros, frutos ya sazonados tuvimos por patria al cielo. Nuestro poder de nosotros únicamente procede, y nuestro brazo ejecutará tales empresas que muestre bien si hay otro que se le iguale. Entonces verás si tenemos necesidad de recurrir a súplicas, y si rodeamos el trono del Omnipotente como adoradores o como agresores. Y ahora lleva, refiere estas nuevas a tu ungido Príncipe; y apresura el vuelo antes que un funesto obstáculo te lo impida».
...Dijo, y aquellas innumerables huestes aplaudieron sus palabras con un ronco murmullo, parecido al que en el hondo mar forman las olas; mas no por eso perdió su intrepidez el flamígero Serafín, pues aunque solo y cercado de enemigos, se sintió con sobrado aliento para añadir:
«¡Oh espíritu apartado de Dios, espíritu maldito, contrario a toda virtud! Veo inminente tu perdición, y veo a tu desventurada grey, envuelta en tus pérfidos amaños participar a un mismo tiempo de tu crimen y tu castigo. No, no te inquiete ya el deseo de sacudir el yugo del Divino Mesías; no abrigues más confianza en las leyes de la indulgencia; otras serán las que contra ti se lancen, y leyes irrevocables. Ese cetro de oro a que pretendes sustraerte se trocará en azote de hierro que quebrante y reduzca a la nada tu inobediencia. Seguiré el consejo que me has dado mas no por temor a tus advertencias y amenazas, sino para huir de estas inicuas tiendas, que la inminente cólera del Señor abrasará en repentino incendio, sin distinguir de inocentes ni de culpables. Teme tú el trueno que va a estallar sobre tu cabeza, y el rayo devorador que te consuma. Gimiendo entonces conocerás al que te ha creado, porque no podrás menos de conocer al que te aniquile».
...Estas palabras pronunció el serafín Abdiel, único dechado de fidelidad entre aquella multitud de infieles, único que conservaba su fe, su amor y su celo, y que se mostraba firme, resuelto, inaccesible a toda seducción y a todo temor contra la rebeldía que se fraguaba. Ni el número ni el ejemplo fueron poderosos a hacerlo abjurar de la verdad, ni aun viéndose solo, a que decayera su constante ánimo. Largo trecho anduvo entre las legiones, sufriendo los improperios con que al paso lo zaherían; pero sobreponiéndose a sus insultos y menospreciando sus amenazas, abandonó con desdeñosa indiferencia aquellas altivas torres que en breve habían de derrumbarse.»
SEXTA PARTE
ARGUMENTO
Prosigue Rafael su narración, y refiere cómo fueron enviados Miguel y Gabriel a combatir contra Satán y sus ángeles. Descríbese la primera batalla, de resultas de la cual, y a favor de la noche se retira Satán con los suyos; convoca un consejo, e inventa unas máquinas infernales, con que en nuevo combate empeñado al siguiente día, consigue introducir algún desorden en las legiones de Miguel; pero éstas, por fin arrancando de su asiento montes enteros, sepultan bajo ellos a las huestes satánicas y sus máquinas. No logran sin embargo acabar con la rebelión y al tercer día envía Dios al Mesías, su Hijo, a quien había reservado la gloria de aquel triunfo. Preséntase éste en la plenitud del poder que le ha concedido su Padre, y ordenando a sus legiones que se mantengan inmóviles a sus lados, lánzase con su carro, fulminando rayos en medio de sus enemigos que incapaces de resistirlo se ven perseguidos hasta los postreros atrincheramientos del cielo; abierto el cual, caen precipitados con estrepitosa confusión al abismo, que de antemano estaba preparado para servirles de castigo; con lo que el Mesías vuelve victorioso al seno de su Padre.
«Continuó el Ángel intrépido caminando toda la noche; sin que nadie lo persiguiese y atravesando los vastos campos del cielo, hasta que despertada la Aurora por las Horas que marchan circularmente, abrió con sus rosadas manos las puertas de la luz.
«Hay en lo interior de la montaña santa y próxima al trono de Dios, una gruta que en perpetua alternativa ocupan la luz y las tinieblas, cuya agradable sucesión forma lo que puede llamarse el día y la noche del cielo. Auséntase la luz, y por la puerta opuesta entra mansamente la oscuridad, hasta que el momento de extenderse por los celestes ámbitos, bien que su mayor sombra pudiera tenerse aquí meramente por un crepúsculo. Ahora se acercaba la mañana circuida del empíreo esplendor con que brilla en la región suprema, y la Noche huía ante ella acosada por los rayos que despedía el Oriente; cuando a los ojos de Abdiel apareció la inmensa llanura cubierta de fúlgidos escuadrones agrupados en orden de batalla, de carros, de armas resplandecientes, de fogosos bridones que reflejaban su brillo unos en otros; señales todas de guerra pero de guerra que iba a estallar en breve porque todos sabían ya las nuevas que él pensaba comunicarles.
«Introdújose gozoso entre aquellas amigas falanges que lo recibieron con júbilo y ruidosas aclamaciones, como al único de tan inmensa muchedumbre de criminales que se había preservado de su perdición; y conduciéndolo al compás de sus aplausos a la santa montaña, lo presentaron ante el supremo trono de donde, y de lo interior de una nube de oro, salió una voz que pronunció estas dulces palabras:
«Siervo de Dios, has obrado bien; bien has combatido por la más noble causa defendiendo la de la verdad solo contra multitud tanta de rebeldes, y haciéndote más temible con tus palabras que lo son todos ellos con sus armas. Para dar testimonio de la verdad, has menospreciado el baldón universal, más difícil de sobrellevar que todas las violencias, cuidando sólo de hacerte grato a los ojos de Dios, y sin temor a que te calificasen de perverso. Fácil es ya el empeño en que vas a verte auxiliado de toda una hueste amiga, y habiéndote con contrarios a cuya presencia volverás con tanta mayor gloria, cuanto más te vilipendiaron al separarte de ellos. Someterás por la fuerza a los que no quieren admitir la razón por ley, siendo como es tan justa, ni al Mesías por soberano, cuando reina por el derecho de sus propios méritos. Apréstate, Miguel, príncipe de los ejércitos celestiales, y tú Gabriel, que lo igualas con ardor bélico; guiad uno y otro al combate mis invencibles legiones; poneos al frente de mis ejércitos santos. Que congregados por millares y por millones, lleguen a competir en número con los de esa muchedumbre rebelde y falta de Dios. Aprestad fuego y armas mortíferas: dad sin temor en ellos; y persiguiéndolos hasta la extremidad del Empíreo, arrojadlos de la presencia de Dios, de la mansión bienaventurada al lugar de su tormento, a los abismos del Tártaro, que abren ya su inflamado caos para que en él acabe su ruina».
«Esto dijo la soberana voz, y al punto empezaron las nubes a agolparse sobre la montaña, y la espesa humareda con cuyos lóbregos remolinos luchaban furiosas llamas, anunciaba la ira que iba a estallar en breve. Con estruendo no menos espantoso resonó en la cumbre el penetrante acento de la trompeta aérea, que apenas oída de las celestes potestades, se agruparon en irresistible masa moviéndose silenciosas aquellas brillantes legiones al compás de armónicos instrumentos, poseídas de heroico ardor, digno de un alto empeño, y siguiendo a los inmortales caudillos que defendían la causa de Dios y de su Mesías. Marchan con inquebrantable firmeza, sin que basten a desordenar sus filas angostos valles, empinadas lomas, bosques, ni ríos; que no es el suelo obstáculo a sus plantas, y los aires parecen ayudar a su veloz ímpetu. Y como cuando las aves de todo género cruzaban sucesivamente el aire y posaban su vuelo sobre el Edén, para que a cada cual impusieses tú su nombre, así iban atravesando los varios espacios del cielo y una y otra región diez veces más anchurosas que la tierra toda.
«Por fin, al término del horizonte y a la parte del septentrión, se descubrió en todo su extenso ámbito una lengua de fuego que semejaba un ejército en orden de batalla, y a menor distancia un bosque erizado de enhiestas lanzas, cubierto de yelmos y escudos varios, en que se veían pintados emblemas ostentosos. Eran los escuadrones de Satán, que se movían con precipitada furia, imaginándose que aquel día, bien por fuerza de armas, bien por sorpresa, habían de enseñorearse de la montaña del Eterno y sentar en su trono al soberbio competidor, envidioso de su grandeza. Mas el resultado mostró cuán insensatos y vanos eran sus propósitos.
«Extraño nos pareció al principio que unos ángeles moviesen guerra a los otros, y que, viniesen a descomunal batalla los mismos que asociados de continuo en unánime concierto de paz y amor, como hijos de un mismo y augusto Padre. entonaban loores al Rey Eterno; pero sonó el grito de guerra y el rumor fragoroso de la lid ahuyentando todo otro pacífico pensamiento.
«Descollando sobre todos los suyos y exaltado como un dios, mostrábase el Apóstata en su refulgente carro aparentando majestad divina, cercado de ardientes querubines y escudos de oro. Bajó de su pomposo trono, a tiempo que entre una y otra hueste mediaba ya limitado trecho, tan limitado como terrible, y que puestas frente a frente, se dilataban en formidable línea, prontas a acometerse; mas antes de llegar a este trance, adelantase Satán con resueltos e inmensos pasos a su sombría vanguardia, alto como una torre, y ciñendo su armadura de diamante y oro. No pudo verlo Abdiel sin indignación: estaba entre los campeones más insignes, determinado a los más valerosos hechos; y alentóse a sí propio exclamando:
«¡Oh cielo! ¡Qué tal semejanza guarde aún con el Altísimo quien no conserva ya ni fe ni respeto alguno! ¿Por qué donde falta la virtud, no han de faltar asimismo la fuerza y el ardimiento, y por qué el más audaz bien que parezca invencible no ha de ser también el más débil? Confiado en la ayuda del Omnipotente, he de poner a prueba la fuerza de ese cuya insensatez y falacia he probado ya, porque justo es que el que con la verdad ha triunfado, con las armas triunfe del mismo modo venciendo en ambos combates; que cuando la razón lucha con la fuerza, por más que sea empresa ardua y temeraria, la victoria debe estar de parte de la razón.»
«Así discurriendo, sale de entre sus compañeros armados, se encuentran a pocos pasos con su altivo enemigo, a quien aquella demostración enfurece más y lo provoca resueltamente diciéndole:
«Temerario, aquí te esperamos. ¿Presumías llegar a la eminencia a que aspiras sin que nadie se te opusiese? Presumías hallar indefenso el trono de Dios, y que lo hubiéramos abandonado temerosos de tu poder o aterrados por tus amenazas? ¡Insensato! No conoces cuán vano empeño es armarse contra un Señor Todopoderoso, que del más leve grano puede a cada momento sacar innumerables ejércitos, que destruyan tus maquinaciones, y que con sólo extender su mano a inconmensurables límites lograría, sin otro auxilio, al menor impulso, anonadarte a ti y confundir en tenebrosos abismos a tus legiones. Ya ves que no todos siguen tu ejemplo, y que todavía hay quien abrigue fe y amor en su Dios, lo cual no veías cuando en medio de los tuyos, fascinados por su error, era yo el único que disentía de todos. Contempla ahora si tengo imitadores, y aunque tarde, convéncete de que son pocos los que aciertan y muchos los que desvarían.»
«A quien el protervo Enemigo, lanzando una mirada desdeñosa contestó de este modo: «En mal hora para ti, en buena para mi sed de venganza, eres el primero a quien encuentro después que huiste de mi presencia, ángel sedicioso. Vienes así a pagar tu merecido, a sufrir el rigor de la cólera que has provocado, porque tu lengua fue la primera que por espíritu de contradicción se desató en injurias contra la tercera parte de los dioses congregados para defender sus derechos, que no cederán a nadie por grande que sea su omnipotencia, mientras se sientan animados de su virtud divina. Te has adelantado sin duda a tus compañeros, ambicioso de obtener alguna ventaja sobre mí, para que este triunfo les hiciese confiar en mi vencimiento. He suspendido mi venganza, porque en no replicarte, parecería que me obligabas a guardar silencio, y porque es bien te convenzas de que para mí libertad y cielo son una misma cosa, tratándose de espíritus celestiales, no de los que se avienen mejor con la servidumbre, espíritus abyectos entretenidos en cánticos y festines. Estos son los que tú has armado, mercenarios del cielo, que siendo esclavos, intentan pelear contra la libertad; pero hoy han de ponerse en parangón los hechos de los unos con los de otros.»
«Y Abdiel le replicó con entereza estas breves palabras: «¡Apóstata! No desistes de tu error, ni te verás libre de él, porque cada vez se alejan más tus pasos de la verdad. En vano infamas con el nombre de servidumbre el homenaje que prescriben Dios o la Naturaleza, pues Dios y la Naturaleza mandan que impere el que sea más digno, el superior a aquellos a quienes gobierna. Servidumbre es obedecer a un insensato, al que se rebela contra quien tanto puede, como es la de los tuyos al obedecerte. Ni tú mismo eres libre, sino esclavo de ti propio, y nada importa que lleves tu insolencia hasta el punto de escarnecer nuestra sumisión. Reina pues, en los infiernos, que serán tus dominios, mientras yo sirvo en el cielo al Señor, por siempre bendito, y obedezco sus supremos mandatos, como deben todos obedecerlos. Pero en el infierno te aguardan no coronas, sino cadenas; y ya que según has dicho, he venido huyendo hasta aquí, reciba tu arrogancia estas albricias con que te saludo.»
«Y al decir esto, había ya descargado un vigoroso golpe, que no quedó en amago, sino que cayó de pronto como una tempestad sobre la orgullosa frente de Satán, el cual ni con la vista, ni con la rapidez del pensamiento, ni menos aún con su broquel, pudo repararlo, antes le obligó a retroceder diez largos pasos y a doblar una rodilla sosteniéndose apenas en su robusta lanza; al modo que los vientos subterráneos o las desbordadas aguas arrancan de su asiento una montaña y la dejan medio inclinada con los pinos que cubren su superficie. Asombrados, o más bien furiosos, vieron los rebeldes tronos aquella humillación del que creían tan invencible; al paso que los nuestros prorrumpieron en un grito de alegría, presagio de su victoria e indicio del anhelo con que ansiaban el combate. Al punto ordena Miguel que suene la trompeta del arcángel, y pueblan sus ecos la vasta extensión del cielo, y el ejército fiel entona el Hosanna al Omnipotente.
«Mas no se contentaron las huestes contrarias con permanecer en inacción, sino que se precipitaron furiosas a la lid. Levantóse horrendo clamoreo, cual nunca se había oído en el cielo hasta el presente, formando asperísima discordancia el choque de las armas y las armaduras, y el crujir de los carros de bronce y los ardientes ejes de sus ruedas. ¿Quién podrá describir el tremendo choque? Volaban las flechas encendidas, silbando horriblemente sobre nuestras cabezas, y cubriendo ambos ejércitos con una bóveda de fuego, y bajo ella se lanzaba uno contra otro con fragoroso ímpetu e inextinguible rabia. Tronaba el cielo todo, y de haber existido la tierra, entonces se hubiera conmovido hasta sus últimos cimientos. Mas, ¿qué mucho si de una y otra parte batallaban millones de ángeles denodados, de los cuales el más débil hubiera bastado por sí solo a conturbar los elementos, y a armarse de la fuerza con que prevalecen en sus regiones? ¿Qué poder les estaba negado a aquellas falanges innumerables que entre sí luchaban, para llevar por dondequiera el espanto y la asolación de la guerra? Hubieran trastornado, ya que no destruido, hasta su mansión nativa, si el Eterno y omnipotente Rey desde sus altos alcázares del cielo no hubiera puesto freno y límites a sus fuerzas. Cada legión de por sí equivalía a un numeroso ejército; cada guerrero representaba en fuerza una legión; y en tan atroz refriega el caudillo era soldado, el soldado capaz de alzarse a caudillo; que cada cual sabía bien cuando había de avanzar, cuando mantenerse a pie firme, o cambiar de batalla; o abrir y estrechar las temerosas filas sin que en ninguno cupiese la resolución de la fuga o la retirada, ni demostración alguna por donde parecer medroso, sino que cada uno confiaba en sí propio, cual si él solo dispusiese de la victoria.
«Y ¡qué de hazañas dignas de eterno nombre se consumaron! Por ser tantas no son para referidas. Ocupaba el combate infinito espacio, variando en cada momento en multitud de trances; y tan pronto luchaban los invictos guerreros en terreno firme, como alzaban el vuelo y se acometían suspendidos de los contrastados aires, que semejaban voraz hoguera. Mantúvose largo tiempo indecisa la batalla, hasta que Satán, que aquel día desplegó una fuerza maravillosa, no hallando quien pudiera contrarrestarlo, y desbaratando las filas de los serafines, revueltos en lo más enconado de la pelea, divisó por fin la espada de Miguel, que deshacía, segaba escuadrones enteros de un solo golpe.
«Asía el Arcángel su terrible arma con ambas manos, blandiéndola a todas partes con incontrastable fuerza: donde asestaba su filo todo era devastación y ruina. Salióle Satán al paso para poner coto a tan grande estragó, y se cubrió con el vastísimo círculo de su escudo reforzado hasta por diez láminas de diamante. Al verlo, el insigne Arcángel suspendió el belicoso empeño, y lleno de júbilo, como quien esperaba terminar la guerra con la derrota de su Enemigo y encadenarlo a sus plantas, el rostro encendido y con airado ceño, empezó dirigiéndole estas palabras:
«Recréate en el mal de que eres autor y a que has dado origen con tu rebeldía, pues hasta su nombre era en el cielo desconocido, y míralo propagarse aquí gracias a una guerra que si a todos es odiosa, será funesta para ti y para tus secuaces. ¿Qué has hecho de aquella bendita paz de que gozábamos, trocando nuestro estado natural en este tan miserable, producido por tu criminal soberbia? Y ¡que así hayas contaminado a tantos millones de ángeles, tan puros y fieles en otro tiempo y hoy tan henchidos de envidia y deslealtad! Pero no creas turbar la paz de esta mansión dichosa: el cielo te arrojará lejos de sus dominios, que como reino que es de bienaventuranza no tienen cabida en él los malévolos ni los perturbadores. Huye, pues, y en pos de ti vaya el mal que has abortado; y tú y tus perversas falanges sumíos en el infierno, que es vuestra funesta morada y da allí rienda suelta a tus furores, sin aguardar a que mi vengadora espada anticipe tu castigo, ni a que más ejecutiva aún la cólera del Señor, apresure los horrores de tu suplicio.»
«Y a esto respondió Satán: «No con vanas amenazas pretendas intimidar a quien no has podido. ¿Quién de los míos ha huido de tu presencia? Y si a tus golpes ha caído alguno, ¿no se ha recobrado al punto sin darse por vencido? Pues, ¿cómo se promete tu arrogancia triunfar más fácilmente de mí, y que yo abandone esta empresa? No desvaríes, porque no ha de terminar así un empeño que tú llamas criminal y que nosotros contemplamos como glorioso. Venceremos sí o convertiremos este cielo en el infierno que tú has inventado; y si no reinamos aquí, seremos siquiera libres. Esto te digo; y que no he de huir de ti aunque apuradas tus fuerzas, venga en auxilio tuyo ese que se apellida Omnipotente. De lejos o de cerca quiero pelear contigo.»
«Ambos enmudecieron; ambos se aprestaron a un combate indescriptible. ¿Cómo referirlo, ni aun con la lengua de los ángeles? ¿Con qué compararlo de lo que conocemos en la tierra? ¿Qué imaginación humana podrá encumbrarse hasta las maravillas del poder divino? Porque dioses parecían; y en sus movimientos, en su reposo, en figura, en acciones y el manejo de sus armas, dignos de conquistar el imperio de todo el cielo. Giraban sus fulminantes espadas en el aire describiendo tremendos círculos y sus escudos, uno enfrente de otro, relumbraban como dos grandes soles. Todo permanecía en expectativa, todo embargado de espanto. Apartáronse a entrambos lados los ejércitos angélicos dejando libre el espacio en que antes medían sus armas, porque hasta la conmoción que los combatientes imprimían al aire era peligrosa. Tal (valiéndome de imágenes pequeñas para pintar cosas sublimes) tal, una vez trastornada la armonía de la naturaleza y puestas en guerra las constelaciones, veríamos dos planetas de siniestro aspecto lanzarse uno contra otro y chocar furiosos en medio del firmamento, confundiendo en una sus enemigas esferas.
«Levantaban a la vez ambos campeones sus temibles brazos, cuya fuerza era sólo comparable a la del Omnipotente, y ambos ideaban asestar un golpe que fuese el postrero y pusiera término a la lid. Competían en vigor, en destreza y agilidad, mas la espada de Miguel, sacada de la armería de Dios, era de tan acerado temple, que nada podía resistir a su cortante filo. Paró con ella un furioso tajo de la de Satán rompiéndola en dos partes; y no bastando esto, tiróle una estocada, que penetrándole en el costado derecho, le abrió una enorme herida. Por primera vez sintió Satán el dolor, y comenzó a agitarse en horribles contorsiones, que el acero le destrozaba las entrañas; pero su etérea contextura no daba lugar a mayor estrago y se repuso en su ser, saliendo de la herida copiosos borbotones de licor purpúreo de sangre, tal como puede animar los espíritus celestiales, que manchó toda su armadura, poco ha tan resplandeciente.
«De todas partes acudieron a socorrerlo sus más denodados ángeles, poniéndose en su defensa, mientras otros lo trasladaban en los paveses hasta su carro distante un buen trecho del campo de batalla. En él lo depositaron haciendo extremos de dolor y rabia, avergonzados de ver que no era tan invencible como creían, postrada su soberbia con tal desastre, y desvanecida la confianza en que estaban de que su poder era igual al poder divino. Sanó empero muy pronto, porque los espíritus, en quienes todo es vida, existen por completo en cada una de sus partes, no como el frágil hombre en el conjunto, de sus entrañas, de su corazón, o su cabeza, del hígado o los riñones; no pueden morir sin reducirse a la nada; no es posible que el líquido de sus tejidos reciba una herida mortal como no es posible que la reciba la fluidez del aire; con todo corazón, todo cabeza, y ojos y oídos y sentidos e inteligencia; y a medida de su voluntad mudan de miembros, de color, de formas y de apariencia reduciéndose o dilatándose, según conviene mejor a sus deseos.
«Llevábanse al propio tiempo a cabo memorables hechos por el lado en que combatía Gabriel, el cual con sus brillantes enseñas, se entraba resueltamente por las espesas legiones que acaudillaba Moloc. En vano lo perseguía este soberbio príncipe, jurando que había de arrastrarlo encadenado a las ruedas de su carro, y, blasfemando con impía lengua de la sacrosanta divinidad de Dios: quedó hendido de un mandoble desde la cabeza a la cintura, y lanzando rabiosos ayes, desapareció con su destrozada hueste. Otro tanto acaecía en los dos extremos de la batalla, donde Uriel y Rafael triunfaban de sus orgullosos enemigos, Adramalec y Asmodeo a pesar de sus gigantescas fuerzas y sus diamantinas armaduras, viéndose ambos tronos castigados cuando más prepotentes se creían, y caídos de su altivez, sin que sus armas y defensas los . preservaran de huir cubiertos de horribles heridas. Ni se mostró Abdiel más remiso en escarmentar a la descreída muchedumbre, cayendo a impulsos de sus repetidos golpes Ariel y Arioc y Ramiel, que se distinguían por su violenta ferocidad. «Pudiera referirte las proezas de muchos millares de ángeles para perpetuar en la tierra la memoria de sus nombres; mas estos bienaventurados se contentan con la gloria que disfrutan en el cielo, y no han menester las alabanzas de los hombres. Y en cuanto a los adversarios bien que no les neguemos su poder y esfuerzo bélico, ni la fama que ambicionaban merecedores como se hicieron de la maldición que el cielo echó sobre ellos, dejémoslos yacer entre las tinieblas del olvido; porque la fuerza que se aparta de la verdad y de la justicia no es digna de estimación y loa, sino de reprobación y de menosprecio; aspira a la gloria por medio de un vano orgullo, y a la reputación valiéndose de la infamia: quede pues condenada a silencio eterno.
«Rendidos los principales caudillos, comenzó el combate a declinar, multiplicándose los desastres, y comenzaron la derrota y la confusión. Veíanse aquellos llanos cubiertos de despojos y armas despedazadas; los carros hechos trizas, los conductores y los caballos amontonados y envueltos en humo y en vivas llamas. Los pocos que subsistían en pie retrocedían azorados y comunicaban su desaliento a los ejércitos de Satán, que apenas acertaban a defenderse, que por primera vez sentían la debilidad del temor y los dolores del sufrimiento y que huían ignominiosamente, avergonzados de verse reducidos a tal extremo por mal de su pecado y su rebeldía. Hasta entonces ignoraban lo que era miedo y cobardía y angustia.
«¡En cuán diferente situación se hallaban los santos inviolables! ¡Cuán firme, cuán entera avanzaba su falange igual en sus filas, indestructibles, segura de su victoria! Debía esta ventaja a su inocencia, que tan superior la hacía a sus enemigos. No había incurrido en el pecado de desobediencia y se mantenía animosa en la confianza de quedar incólume aun cuando la violencia de la refriega turbase a veces el orden de sus legiones.
«La noche entretanto comenzó su curso, y esparciendo su oscuridad por el cielo, dio tregua e impuso silencio al odioso estrépito de la guerra. Vencidos y vencedores se guarecieron bajo su tenebroso manto; Miguel y sus ángeles permanecieron en el campo de batalla, en torno del cual velaban multitud de querubines con antorchas encendidas; en la parte más lejana Satán, rodeado de sus rebeldes huestes y oculto entre profundas tinieblas; y no pudiendo reposar un punto, luego que entró la noche, convocó a consejo a sus potentados y sin muestra alguna de desaliento les habló así:
«Los peligros que habéis arrostrado, queridos compañeros, la destreza de que habéis dado pruebas sin ser vencidos, os hacen merecedores, no ya de la libertad que es galardón mezquino, sino de bienes que tenemos en más estima del honor, el dominio, la gloria y el renombre. Todo un día habéis estado sosteniendo un combate dudoso; y lo que en un día habéis hecho ¿por qué no poder hacerlo durante una eternidad? Ha echado el Señor del cielo de cuanto poder disponía contra vosotros; de su mismo trono ha sacado las fuerzas que creyó suficientes para someteros a su voluntad; pero ¿lo han conseguido? No; y en esto debemos hallar la prueba de que no es tan previsor de lo futuro ni tan omnisciente como lo creíamos. Cierto que la inferioridad de nuestras armas nos ha perjudicado en parte, y ocasionándonos dolores que antes no conocíamos; pero una vez conocidos, los hemos menospreciado. Tenemos ya el convencimiento de que nuestra naturaleza empírea no está sujeta a trance mortal alguno, de que es imperecedera, pues aún debilitada por las heridas sana muy pronto de ellas, y vuelve a cobrar su vigor nativo. A tan leve mal, fácil es aplicar remedio. Con más poderosas armas, con instrumentos más impetuosos que para la lid próxima dispongamos, mejoraremos de fortuna y empeoraremos la de los enemigos o por lo menos se igualará la disparidad que seguramente no ha puesto entre ellos y nosotros la naturaleza. Y si otra causa ignorada les ha concedido esa superioridad, pues conservamos enteros nuestros ánimos y cabal nuestra inteligencia, veamos, e investiguemos los medios de descubrirla.
«Dijo y se sentó. Próximo a él estaba en la asamblea Nisroc, cabeza de los Principados que había salido del combate acribillado de heridas y con las armas abolladas y hechas pedazos. Mostraba gesto sombrío, y le respondió:
«Tú que nos libras de nueva servidumbre para procurarnos el pacífico goce de los derechos que como dioses nos son debidos, no dejas de comprender que siendo tales hemos de lamentar doblemente el vernos expuestos a dolorosas heridas, y forzados a pelear con desiguales armas contra un enemigo impasible e invulnerable. De esta contrariedad necesariamente ha de provenir nuestra ruina; porque ¿de qué nos sirve el valor, ni de qué esta fuerza tan vigorosa, si uno y otra ceden al dolor, que lo rinde todo y deja desmayado al más poderoso brazo? Podríamos muy bien renunciar quizás al goce de todo placer, y no prorrumpir en quejas, y vivir tranquilos que es la más dulce de las vidas; pero el dolor es el colmo de la miseria, el peor de los males, y cuando se hace excesivo, no hay paciencia que baste a soportarlo. Si alguno de nosotros acierta a inventar una arma que produzca dolorosa lesión en nuestros enemigos, invulnerables todavía, o una defensa tan eficaz como lo es la suya, nos prestará un servicio no menos digno de gratitud que el que debemos al que nos procura la libertad.»
«A lo que con estudiada compostura respondió Satán: «Pues ese invento desconocido aún, y que con razón estimas tan importante para nuestro triunfo, lo tengo ya. ¿Quién de nosotros, al contemplar la brillante superficie de este mundo celeste en que moramos, de este vastísimo continente; ornado de plantas, de frutos, de flores que exhalan ambrosía, de perlas y oro, puede ver con indiferencia maravillas tantas, y no conocer que nacen allí en lo interior de profundos senos, entre negras y crudas masas, de una espuma espirituosa e ígnea, hasta que tocadas y vivificadas por un rayo del cielo, se animan de pronto y exponen sus encantos a la influencia de la luz? Pues esos mismos gérmenes nos ofrecerá el abismo en su natural inercia y provistos de una llama infernal; los cuales, comprimidos en tubos huecos redondos y prolongados, con sólo aplicarles fuego por una de sus extremidades, se dilatarán ardiendo, y estallarán por fin con el estruendo del trueno, esparciendo entre nuestros enemigos tal estrago, que despedazándolos y destruyendo cuanto a su furor traten de oponer, temerán que hemos desarmado al Tonante de sus rayos, única arma terrible para nosotros. No será larga nuestra faena, y antes que asome el día veremos cumplidos nuestros deseos. ¡Animo, pues, nada temáis! Considerad que la habilidad y la fuerza reunidas no hallan cosa difícil, y menos cosa de qué desesperar.»
«No bien pronunció estas palabras, reanimáronse los semblantes y se abrieron los corazones a la esperanza. Admiración causó en todos semejante invento, extrañado cada cual que no se le hubiese ocurrido a él: tan fácil parece una vez descubierto lo que antes de descubrirse se hubiera tenido por imposible. Quizás en los futuros siglos, si la perversidad de tu raza llega a tanto, no faltará alguno de tus descendientes, que con ánimo dañino o por sugestión diabólica fragüe una máquina parecida, y en castigo de sus crímenes destruya a los hijos de los hombres al moverse guerra y atentar mutuamente contra sus vidas.
«Terminado el consejo, aprestáronse los rebeldes a la obra sin más tardanza. Nadie opuso reparo alguno, y todos dieron ocupación a sus manos. En un momento levantan la superficie del celeste suelo, descubren debajo las materias elementales de la naturaleza en su primitivo origen, hallan la espuma sulfurosa y nítrica, mezclan ambas entre sí y calcinándolas diestramente, las reducen a negros y menudos gramos, de que hacen provisión copiosa. Rompen unos las ocultas venas de los minerales y de las rocas, que existen en el cielo semejantes a las de la tierra, y forjan tubos y balas que llevan consigo la destrucción; otros fabrican dardos incendiarios, que abrasan instantáneamente cuanto tocan; y antes que se acerque el día, durante el secreto de la noche, dan cima a sus trabajos, y con gran previsión disponen todo lo necesario a su disimulada empresa.
«Apareció por fin en el oriente del cielo la risueña aurora, y se levantaron los ángeles vencedores al toque de la trompeta que los llamaba a las armas, formándose en breve las espléndidas falanges, que ostentaban el áureo fulgor de sus brillantes cotas. Desde las colinas que recibían los primeros rayos del sol, espiaban algunos el espacio que en torno se dilataba, mientras, desempeñados otros el oficio de exploradores, recorrían ligeramente armados todos los puntos, para averiguar a qué distancia se hallaba el enemigo, dónde estaba acampado, si había emprendido la fuga, si se ponía en movimiento o se conservaba inmóvil y apercibido para el combate. Descubriósele por fin ya cercano que avanzaba a paso lento, pero resueltamente formando una sola y espesa haz y desplegando al viento sus estandartes; a tiempo que Zofiel el más veloz de los alados querubines, retrocedía a toda prisa, gritando desde lo alto de los aires: «¡A las armas guerreros! ¡A las armas, y a combatir! ¡Ahí tenéis al enemigo! Los que creíamos que se habían fugado vienen a evitarnos la molestia de perseguirlos. No temáis que por fin se salven. Una nube parece su espesa multitud, y que caminan animados de funesta resolución y de confianza. Que cada cual ciña su cota de diamantes, y ajuste bien su casco y embrace fuertemente su ancho escudo para poder manejarlo como convenga, pues a mi juicio no va a ser hoy día de menuda lluvia, sino de gran tormenta, que fulminará rayos abrasadores.»
«De esta suerte preparó a los que estaban ya prevenidos; y puestos en orden, desembarazados de impedimentos, y viendo tranquilos que se acercaba el instante de pelear, se movieron resueltamente. Ya se avista el enemigo. Avanzaba con largos y lentos pasos, formando un inmenso cuadro, dentro del cual llevaba sus infernales máquinas rodeadas de apiñados escuadrones que impedían se descubriese el engaño. Al divisarse, se detuvieron los dos ejércitos; mas de repente apareció Satán al frente de los suyos y en altas voces se expresó así:
«¡Vanguardia! ¡A derecha e izquierda! Desplegad de frente, para que cuantos nos odian puedan ver cómo ofrecemos paz y buena avenencia, y con qué sinceridad de corazón estamos dispuestos a recibirlos si aceptan nuestra propuesta y no nos vuelven la espalda por pura perversidad, que es lo que sospecho. Pero pongo al cielo por testigo... Ya ves, ¡oh cielo! con qué lealtad obramos. ¡Ea, pues! Los que al efecto estáis destinados, desempeñad vuestro oficio, haced lo que dejo indicado, y bien recio para que todos puedan oírlo.»
Al oír estas palabras falaces y sarcásticas, los que formaban el frente se dividieron a derecha e izquierda, retirándose por ambos flancos, y descubrieron nuestros ojos un espectáculo no menos nuevo sobre ruedas y hechas de bronce, de hierro o piedra que extraño: una triple fila de columnas tendidas (que en efecto columnas parecían, o más bien troncos huecos de encina u otros árboles despojados de sus ramas y cortados en los montes), pero horadadas en toda su longitud, ofrecían sus bocas algo de siniestro, que revelaba insidiosos planes. Al lado de cada columna veíase un serafín, cuya mano blandía una pequeña vara que despedía fuego. Esto notábamos, y no sin sorpresa, perdiéndonos todos en conjeturas; mas no duró mucho la incertidumbre, porque apenas aplicaron ligeramente y todos a la vez las varas a unos agujeros imperceptibles de las columnas, iluminó de pronto el cielo una explosión de fuego, vomitaron las cavernosas máquinas torrentes de humo, y con horrible estruendo que ensordeció los aires, desgarrando sus entrañas, lanzaron la infernal, indigesta masa que contenían, con fragorosos truenos y una abrasadora lluvia de ardientes globos. Iban asestados contra las filas del ejército vencedor, y era tal su furioso ímpetu que dando en medio de ellas, no pudieron resistir su golpe los que se mantenían como firmes rocas, y cayeron ángeles y arcángeles a millares revueltos entre sí y en el mayor desorden. Ni sus armas les fueron de provecho alguno; que a no serles más bien embarazosas, fácilmente hubieran podido, como espíritus que eran, condensarse o esparcirse, y ponerse en salvo; pero ya sólo les quedaba la mengua de su derrota y total dispersión, tanto más segura, cuando más extendían sus filas. ¿Qué remedio intentar? Si avanzaban se exponían a ser rechazados de nuevo y más vergonzosamente, añadiéndose al desastre el mayor ludibrio de los enemigos, que ya se preparaban a descargar sus máquinas segunda vez: huir amedrentados era indigna resolución.
«Veíalos Satán lleno de regocijo en aquel trance y burlándose de ellos, decía a los suyos: «¿Qué es eso? ¿Por qué no se acercan más vuestros animosos vencedores? ¿Qué se ha hecho del denuedo con que acometían? Pues, ¿no les ofrecemos recibirlos con los brazos y el corazón abiertos? (¿puede hacerse más?) Y les proponemos términos de avenencia, y ellos, cambiando de opinión, toman el portante y nos hacen ridículas contorsiones, como si se propusieran armar una danza. Aunque para danzar creo que se muestran un tanto atolondrados y bulliciosos; bien que será la alegría que les han causado nuestros pacíficos ofrecimientos; de modo que si se los repetimos podemos prometernos completo éxito»
«Y en tono no menos burlón añadió Belial: «Los términos caudillo nuestro, en que se los hemos hecho son de tanto peso y tan difíciles de entender, y con tan irresistible fuerza de raciocinio los hemos expuesto, que no es mucho estén todos esos guerreros algo pensativos y desconcertados. No es posible enterarse bien de ellos, sin que le ocupen a uno de pies a cabeza; y por lo menos esta ocupación tiene la ventaja de indicarnos que no andan muy derechos nuestros enemigos.»
«Con semejantes chanzonetas los denostaban, creyéndose en su desvanecimiento superiores a todas las veleidades de la victoria. Estimábanse ya con su invención iguales en poderío al Eterno, y se burlaban de sus rayos y de sus legiones los breves momentos que duró su estrago, que no se prolongaron mucho, porque, encendida en ira la divina hueste, echó mano de armas que bastasen a desbaratar el infernal invento. Y fue así que de pronto (admira el vigor la fuerza maravillosa que Dios ha puesto en sus fieles ángeles) arrojan las armas, vuelan a las alturas, que con mil deliciosos valles alternan en el cielo como en la tierra, y raudos cual otros tantos rayos asen de las montañas, las mueven y desarraigan de sus cimientos con todo el peso de sus rocas y bosques, y torrentes, y cogiéndolas por sus cimas, las voltean entre sus manos.
«Hubieras entonces presenciado el asombro y terror que se apoderó de los rebeldes, viendo que las montañas, invertida su base se les venían encima, y que bajo ellas quedaban aplastadas con su triple fila las maldecidas máquinas, y todas sus esperanzas sepultadas entre tan inmensas moles. Sobre ellos al propio tiempo llovían peñascos y promontorios enteros, que al caer oscurecían la luz, y entre cuyos escombros desaparecían legiones, armas y defensas; y las armas eran ya instrumentos de nuevo daño, porque al romperse herían a los que las empuñaban, ocasionándoles acerbos dolores e imponderables tormentos: y sólo se oían desesperados ayes y horrorosos gritos, pugnando cada cual por librarse de la estrecha prisión que le sujetaba, pues el pecado privaba a aquellos espíritus de la sutil fluidez y esencia, que poco antes constituían su ser.
«Pero los que quedaban ilesos se aprovecharon del ejemplo, y apelando al mismo recurso arrancaron los montes circunvecinos. Comenzaron pues a volar por los aires, chocando unos con otros. Jamás pudo preverse lucha tan espantosa. ¡Con qué infernal rabia se combatía en los estrechos huecos que quedaban, y a pesar del pavor que aquellas tinieblas infundían! Las más cruentas guerras comparadas con la presente hubieran parecido un mero entretenimiento. El estruendo engendraba nueva confusión; la confusión producía mayor frenesí y estrago. Amenazaba desquiciarse el cielo, y seguramente se hubiera consumado aquel día su ruina si el Padre Omnipotente, cercado de esplendor en el incontrastable trono de su celestial santuario, pesando los acontecimientos y previendo aquella iniquidad, no la hubiera permitido para realizar sus inescrutables fines de glorificar a su consagrado Hijo, vengándolo de sus enemigos y declarar que transfería en él su omnipotencia; por lo que, como asesor que era suyo, le dijo así:
«Destello de mi gloria, Hijo amado, Hijo en cuya faz aparece visible lo invisible que como Dios yo tengo: tu mano, partícipe de mi omnipotencia, realizará lo que tengo decretado. Dos días han transcurrido, dos días según en el cielo los computamos, desde que Miguel y sus Potestades han ido a subyugar a esos rebeldes. Tremendo ha sido el combate como no podía menos de serlo armándose uno contra otro semejantes enemigos. Yo los he dejado entregados a sí propios; y ya sabes que al crearlos los hice iguales, y que no hay entre ellos más desigualdad que la del pecado, bien que ésta no se haya hecho sensible, porque no he fulminado aún mi condenación; de suerte que se perpetuaría esa lucha encarnizada, sin que llegara a decirse su resultado. La guerra fatigosa ha dado ya de sí cuanto puede dar; se ha soltado el freno a la más desesperada contienda; se han empleado los montes como armas arrojadizas, cosa ingrata para el cielo y perjudicial a la naturaleza. Dos días pues han transcurrido; el tercero te pertenece a ti porque a ti lo he destinado. Todo lo he consentido para que tuvieses tú la gloria de dar fin a esta cruda guerra, que nadie más que tú puede terminar. Yo he infundido en ti tal virtud y gracia tan eficaz, que los cielos y el infierno se prosternarán ante tu poder incomparable. Tú has de sujetar esa perversa rebelión de modo que todos confiesen ser tú el más digno de entrar en la herencia universal, en la herencia que de derecho te corresponde como Rey que has recibido la unción sagrada. Ve, pues, tú, poseedor del mayor poder de tu poderoso Padre; asciende a mi carro; guía sus rápidas ruedas de suerte que hagan temblar el cielo hasta sus cimientos; lleva mis armas todas, mi arco, mi irresistible trueno; suspende mi espada de tu cintura augusta, para que persiguiendo a esos hijos de las tinieblas, los arrojes de todos los límites del cielo a los más hondos abismos; y allí podrán menospreciar según les plazca a su Dios, y al Mesías; su ungido Rey.»
Al pronunciar estas palabras inundó completamente en rayos de luz a su Hijo, cuya inefable faz recibió toda la efusión del Padre; y lleno de su filial divinidad le respondió:
«Padre mío, superior a todos los celestes tronos, el primero, el más alto, el más santo y el mejor por excelencia: tu designio constante es glorificar a tu Hijo, como yo te glorifico también a ti según es justo. Toda mi gloria y grandeza, toda mi felicidad consisten en que complaciéndote en mí, veas satisfecha tu voluntad, y yo cifraré en cumplirla el colmo de mi ventura. Acepto como dones tuyos tu cetro y tu poder, de que haré dejación mucho más complacido cuando vengan los tiempos en que todo tú estés en todo, y yo en ti para siempre, y en mí todos aquellos que te sean amados. Pero yo odio a los que tú odias, y puedo armarme de tu terror como me armo de tus misericordias, dado que soy tu imagen en todo. Ministro de tu poder, libraré en breve a los cielos de esos rebeldes, que caerán precipitados en la lóbrega mansión donde los aguardan cadenas, tinieblas y perpetuos remordimientos; porque ellos renegaron de la obediencia que te es debida, cuando el obedecerte a ti es la felicidad suprema. Separados entonces tus inmaculados santos de los ángeles impuros, y rodeando tu montaña santa, y yo su caudillo, entonaremos sinceros cánticos, himnos de la más alta alabanza.»
«Dijo, e inclinándose sobre su cetro, se levantó del asiento de gloria que ocupaba a la diestra del Señor, a tiempo que la tercera aurora sagrada comenzaba a esparcir por el cielo sus resplandores. De repente, y con un ruido semejante al fragor impetuoso del huracán, se lanzó el Carro de Dios Padre fulminando espesas llamas. Tenía sus ruedas unas dentro de otras, y no se movía por impulso ajeno, sino por el instinto de su propio espíritu, yendo escoltado por cuatro custodios con aspecto de querubines. Cada uno de éstos mostraba cuatro rostros maravillosos, y sus cuerpos y alas estaban sembrados de innumerables ojos, refulgentes como estrellas; ojos que asimismo brillaban en las ruedas, las cuales despedían centellas; y sobre sus cabezas se alzaba un firmamento de cristal en que se veía un trono de zafiro matizado de purísimo ámbar y de los colores del arco iris.
«Cubierto con la celeste armadura del radiante Urim, obra divinamente labrada, ocupa el Mesías su carro. A su derecha lleva la Victoria que extiende sus alas de águila, y al costado del arco el carcaj divino lleno de rayos de triples puntas. Envuélvenlo en torno airados torbellinos de humo, de entre los cuales brotan las llamas ardientes exhalaciones. Diez mil
millares de ángeles lo acompañan y lo rodean veinte mil carros de Dios (yo mismo oí contarlos), que anuncian desde lejos su llegada. Sublimado sobre el firmamento de cristal y sostenido en alas de los querubines, veíase en su trono de zafiro; mas los suyos los descubrieron los primeros y se sintieron henchidos de inefable júbilo al divisar ondeante en los aires y tremolado por ángeles el estandarte del Mesías, que era la enseña del cielo. Bajo él congregó Miguel al punto sus legiones, extendidas en dos alas, que en breve rodearon al supremo caudillo formando un solo cuerpo.
«Ya el divino poder le había preparado el camino del triunfo: a su mandato, retiráronse las montañas a su primitivo asiento; oyeron su voz y le obedecieron; el cielo recobró su serena faz; los valles y las colinas se cubrieron de nuevas flores. Y vieron todos estos prodigios, sus desventurados enemigos, y persistieron en su obstinación reuniendo sus huestes para empeñar otro combate. ¡Insensatos, que de la desesperación sacaban su confianza! ¡Que tal perversidad quepa en ánimos celestiales! Pero ¿hay prodigios que basten a humillar a los soberbios, ni fuerza que pueda ablandar sus corazones endurecidos? Lo que más debiera convencerlos aumenta su pertinacia; enfurécense doblemente al ver la gloria del Unigénito y su magnificencia despierta en ellos mayor envidia. Su única aspiración es adquirir tanta grandeza, y vuelven a colocarse en orden de batalla, confiados en triunfar por la fuerza o por la astucia, y en vencer finalmente a Dios y su Mesías; y cuando no, hundirse para siempre en universal ruina; que no es dado a su altivez huir ni retirarse ignominiosamente, sino provocar el postrer combate. Por lo que el Hijo de Dios, dirigiendo su voz a uno y otro lado, habló así a sus cohortes:
«Permaneced, ¡oh santos!, en vuestra gloriosa actitud, y vosotros, ángeles, continuad armados; hoy descansaréis de vuestras fatigas. Habéis probado ya vuestra fidelidad y mostrados adeptos a Dios, defendiendo su justa causa y ostentando a fuer de invencibles los dones que habéis recibido de él. Pero el castigo de esa maldecida grey queda reservado a otro brazo, porque la venganza corresponde al Señor o a aquel a quien la confía. Lo que hoy ha de suceder no será obra que lleven a cabo el número ni la muchedumbre; y si estáis atentos, contemplaréis cómo me hago yo ministro de la indignación divina contra esos impíos; que no os han ofendido a vosotros, sino a mí haciéndome objeto de su envidia. En mí tienen puesto su encono, porque el sumo Hacedor, de quien es el poder y la gloria de este imperio, me ha elevado a esta grandeza por efecto de su voluntad; y a mí, por lo tanto, me ha encomendado su castigo. Desean que cada cual probemos en nueva batalla nuestro poder, ellos contra mí solo, y yo solo contra todos ellos; y pues la fuerza es su único recurso, y no ambicionan otro timbre ni reconocen mayor virtud, sea la fuerza la que decida.»
«Al acabar de decir esto, revistióse su faz de un aire tan sombrío, que infundía terror, y dando rienda suelta a su cólera, se precipitó sobre sus enemigos. Cubriéndolo al mismo tiempo con sus alas incrustadas de estrellas, que hacían más pavorosas las tinieblas de alrededor, los cuatro querubines que sostenían su carro. Ya giran las ruedas de éste con un estruendo parecido al de un torrente de un ejército numeroso, y arrebatado de su ardiente ímpetu, y formidable como la noche, vuela hacia sus contrarios. Conmovíase a su paso el tranquilo Empíreo de uno a otro extremo, y todo retemblaba y vacilaba, excepto el trono de Dios. Presto se vio entre ellos, y empuñando en su mano diez mil rayos que arrojó delante de sí, quedaron acribillados de heridas los rebeldes. Llenáronse de pavor; perdieron todo aliento, toda esperanza de resistencia; cayéronseles las armas de las manos. Alfombra de sus plantas fueron los escudos y yelmos y aceradas frentes de todos aquellos tronos, potestades y serafines que derribadas ahora de su soberbia, hubieran deseado ver otra vez sobre sí el peso de las montañas, para no ser blanco de tan implacable encono.
«De los ojos de los cuatro querubines y de los innumerables, que cubrían también las animadas ruedas, salían por todas partes rayos abrasadores. Un mismo espíritu los dirigía; cada uno de aquellos ojos era un horno encendido que fulminaba fuego contra los malvados, los cuales faltos ya de fuerzas y del vigor que antes los animaba, caían vencidos, medrosos, confusos y aniquilados. Y sin embargo, no apuró el Hijo de Dios su rigor con ellos, contentándose con desatar a medias el trueno de su venganza, dado que no se había propuesto destruirlos, sino expulsarlos de la celestial morada; y así les permitió reponerse de su postración y los ahuyentó como un rebaño de tímidas ovejas reunidas por el miedo. El terror y las furias los aguijaban; y al llegar a la muralla de cristal, que formaba los límites del cielo, abrióse éste de par en par, y puso ante su vista la inmensa sima del infinito abismo que los aguardaba.
«¡Qué espectáculo tan espantoso! El horror los hizo retroceder pero mayor era aún el que los impelía hacia adelante. Ellos mismos iban precipitándose al llegar al borde de la celestial orilla, y la maldición eterna los empujaba para más apresurar su ruina. Oyó el infierno aquel fragoroso estrépito, como si se derrumbase el cielo del cielo mismo, y hubiera huido amedrentado, si el inflexible Destino no hubiera ahondado bien sus negros cimientos, ligándolos con cadenas indestructibles.
«Nueve días estuvieron cayendo. Rugió trastornado el Caos y sintió diez veces doblada su confusión con el estridente tumulto de aquel estrago, que acumuló tantas ruinas y destrozos. Por fin abrió el infierno su boca, los tragó a todos, y volvió a cerrarla; el infierno, propia morada suya, lugar de dolores y penas, sembrado de inextinguible fuego. Y el cielo se regocijó, ya pacificado, y unió de nuevo sus muros reduciéndolos a sus límites.
«Quedando vencedor por sí solo con la expulsión de sus enemigos, retiró el Mesías su carro triunfal; y enajenados de júbilo salieron a su encuentro todos los santos, que hasta entonces habían contemplado silenciosos e inmóviles sus admirables hechos. Marchaban rodeándolo con ramos de palmas, y cada una de aquellas brillantes jerarquías entonaba cánticos de triunfo, cánticos al Rey victorioso, al Hijo, al heredero del Padre, al Señor cuyo dominio acataban al más digno de poseerlo. Al compás de estas aclamaciones, atravesó por en medio del cielo hasta el palacio y templo de su omnipotente Padre, sublimado sobre su trono, que lo recibió en el esplendor de su gloria, donde está hoy sentado a su diestra, en inmortal bienaventuranza. He aquí cómo asemejando las cosas del cielo a las de la tierra, para satisfacer tus deseos, y a fin de que puedas aprovecharte de las lecciones de lo pasado, acabo de revelarte lo que en otro caso quizás hubiera ignorado para siempre la raza humana: la discordia y guerra que se suscitó en los cielos entre las angélicas potestades, y la eterna ruina de los que llevados de una desmedida ambición, se asociaron con Satán en su rebeldía. Envidioso de tu felicidad, anhela hoy éste apartarte asimismo de la obediencia a tu Creador, para que desheredado como él de tu dichoso estado, vengas a merecer su castigo y caigas en su perpetua miseria. Su mayor venganza, su único consuelo sería poder ultrajar al Altísimo, haciéndote a ti partícipe de su error y de su pena. No des jamás oído a sus tentaciones; prevén esto mismo a tu compañera; ten presente el terrible ejemplo que has oído, el castigo en que incurren los inobedientes. Ellos hubieran podido ser siempre venturosos, y se perdieron. No te olvides de esto, y teme ser contado entre los rebeldes.»
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